jueves, 11 de mayo de 2017

NO ME ESPEREN EN EL PÁRAMO

Según bajaba por Antonio Leyva “Leivinha” volviendo con los amigos de comer del ya mítico Tr3ze bar, se me iban agolpando recuerdos a borbotones. Volví a ser ese adolescente cuyas novias eran para él menos conocidas que las patillas de Irureta, el flequillo de Gárate o la melena al viento de Ayala. Ese que imaginaba a diario al propio “Panadero” Díaz sirviéndole detrás del mostrador ese pan industrializado setentero. Pero Panadero nunca pasó por Usera, al menos por la panadería del barrio. Cuando al cabo de los años tuve el placer de conocerlo, no se lo reproché.



Iba andando muy rápido junto con mi amiga Cristina y mi amigo Paco. Hasta el punto de que, por detrás, algunos otros como Fernando, Javi, Nelson, Miguel o Iván nos alertaban a gritos de que quedaba mucha previa. Pero yo estaba ansioso por llegar. Sabía que serían mis últimas horas junto al Templo y quería masticarlas y deglutirlas como si no hubiera un mañana. Saboreando hasta el último bocado de pasión y a la espera del estallido final dentro del estadio. En el parque, aparecen montones más de amigos, Natalia,  Javi, Helena, Vane, Luismi, un admirado abogado antigilista gallego junto con sus paisanos enormes y muchos más. Todos unidos por el fútbol  y queridos aunque les acabara de conocer en ese instante y no haya llegado a aprenderme sus nombres. Son mis hermanos y hermanas. Así nos sentimos. Así los he sentido siempre aunque no los conociera y aunque no los llegara a conocer nunca. Podría nombrar aquí a los compañeros de Señales de Humo, a mis amigos de Los 50, a una inmensidad de personas que vibran en rojiblanco. No es necesario para sentirles presentes. Las yonkilatas vienen y van de la mano de ambulantes pakistaníes. Una carga policial a cuarenta metros y veinticinco heridos. Una previa en la que nunca dejamos de creer. Como en el minuto dieciséis con dos a cero arriba. Como tras el pitido final en el minuto 92. Como transcurridos veinte minutos después y despedíamos a los nuestros henchidos de orgullo, bajo un aguacero atroz y ya solo con un hilo de voz. Como no dejamos de creer ahora mismo, casi veinte horas después, aunque seamos plenamente conscientes de que el año que viene los muchachos, esos que el Cholo no puede clonar, tendrán un año más y muchos minutos de resuello menos. Porque el que está en la obligación de hacer una plantilla competitiva ni está ni se le espera. Ya ni siquiera la M30 le echa de menos.




No me esperen en el páramo. Que yo no voy. Mucho habrían de cambiar las tornas. Un Atleti libre de delincuentes es la única exigencia. Más fácil hubiera sido remontar anoche, lo sé. Pero nunca dejaré de creer, aunque lo haga desde mi casa, con los míos o en soledad, como cuando a eso de las once me encontraba ya solo, bajo la lluvia, esperando un taxi en la Glorieta de Marqués de Vadillo, vacío ya del nerviosismo que me atenazó todo el día.  En ese momento me di cuenta de que yo no me voy del Manzanares, del Estadio Vicente Calderón, aunque ya no acudan a millares los que gustan de un fútbol de emoción y se vayan a luchar como hermanos a veinte kilómetros de allí. Lo que guardan esas gradas, esas bocanas, esos asientos azules arrancados, ese escudo tatuado en el verde que  a Don Luis no le dio la gana que se pisase, esa Cúpula de San Francisco el Grande que emerge por encima de unos miles de espermatozoides con cuernos. Esos cipreses del parque de San Isidro que despiden el atardecer aún creyendo en Dios. Ese Dios que ayer sacaba admirado fotos a modo de relámpagos  al Templo, que albergaba el último partido europeo de su historia. Todo eso me lo llevo muy adentro para la eternidad.



Yo no me voy del Manzanares. Se viene conmigo donde quiera que vaya, pero no al páramo. Al páramo nunca. A un exiliado no se le puede desterrar.  Ahí te jodes Gil Marín. Nos seguiremos viendo en los bares, en los saraos que tengan relación con nuestro Atleti, en algún partido europeo, ya podría ser en Kiev. En cualquier rincón de Madrid el día más insospechado.

Pero no en el Páramo.