Según bajaba por Antonio Leyva “Leivinha”
volviendo con los amigos de comer del ya mítico Tr3ze bar, se me iban agolpando
recuerdos a borbotones. Volví a ser ese adolescente cuyas novias eran para él menos
conocidas que las patillas de Irureta, el flequillo de Gárate o la melena al
viento de Ayala. Ese que imaginaba a diario al propio “Panadero” Díaz
sirviéndole detrás del mostrador ese pan industrializado setentero. Pero
Panadero nunca pasó por Usera, al menos por la panadería del barrio. Cuando al
cabo de los años tuve el placer de conocerlo, no se lo reproché.
Iba andando muy rápido junto con
mi amiga Cristina y mi amigo Paco. Hasta el punto de que, por detrás, algunos
otros como Fernando, Javi, Nelson, Miguel o Iván nos alertaban a gritos de que
quedaba mucha previa. Pero yo estaba ansioso por llegar. Sabía que serían mis
últimas horas junto al Templo y quería masticarlas y deglutirlas como si no
hubiera un mañana. Saboreando hasta el último bocado de pasión y a la espera
del estallido final dentro del estadio. En el parque, aparecen montones más de
amigos, Natalia, Javi, Helena, Vane, Luismi,
un admirado abogado antigilista gallego junto con sus paisanos enormes y muchos
más. Todos unidos por el fútbol y
queridos aunque les acabara de conocer en ese instante y no haya llegado a aprenderme
sus nombres. Son mis hermanos y hermanas. Así nos sentimos. Así los he sentido
siempre aunque no los conociera y aunque no los llegara a conocer nunca. Podría nombrar aquí a los compañeros de Señales de Humo, a mis amigos de Los 50, a una inmensidad de personas que vibran en rojiblanco. No es necesario para sentirles presentes. Las
yonkilatas vienen y van de la mano de ambulantes pakistaníes. Una carga policial
a cuarenta metros y veinticinco heridos. Una previa en la que nunca dejamos de
creer. Como en el minuto dieciséis con
dos a cero arriba. Como tras el pitido final en el minuto 92. Como
transcurridos veinte minutos después y despedíamos a los nuestros henchidos de
orgullo, bajo un aguacero atroz y ya solo con un hilo de voz. Como no dejamos
de creer ahora mismo, casi veinte horas después, aunque seamos plenamente
conscientes de que el año que viene los muchachos, esos que el Cholo no puede
clonar, tendrán un año más y muchos minutos de resuello menos. Porque el que
está en la obligación de hacer una plantilla competitiva ni está ni se le
espera. Ya ni siquiera la M30 le echa de menos.
No me esperen en el páramo. Que
yo no voy. Mucho habrían de cambiar las tornas. Un Atleti libre de delincuentes
es la única exigencia. Más fácil hubiera sido remontar anoche, lo sé. Pero
nunca dejaré de creer, aunque lo haga desde mi casa, con los míos o en soledad, como
cuando a eso de las once me encontraba ya solo, bajo la lluvia, esperando un
taxi en la Glorieta de Marqués de Vadillo, vacío ya del nerviosismo que me
atenazó todo el día. En ese momento me
di cuenta de que yo no me voy del Manzanares, del Estadio Vicente Calderón,
aunque ya no acudan a millares los que gustan de un fútbol de emoción y se
vayan a luchar como hermanos a veinte kilómetros de allí. Lo que guardan esas
gradas, esas bocanas, esos asientos azules arrancados, ese escudo tatuado en el
verde que a Don Luis no le dio la gana
que se pisase, esa Cúpula de San Francisco el Grande que emerge por encima de
unos miles de espermatozoides con cuernos. Esos cipreses del parque de San
Isidro que despiden el atardecer aún creyendo en Dios. Ese Dios que ayer sacaba
admirado fotos a modo de relámpagos al
Templo, que albergaba el último partido europeo de su historia. Todo eso me lo llevo
muy adentro para la eternidad.
Yo no me voy del Manzanares. Se
viene conmigo donde quiera que vaya, pero no al páramo. Al páramo nunca. A un
exiliado no se le puede desterrar. Ahí
te jodes Gil Marín. Nos seguiremos viendo en los bares, en los saraos que
tengan relación con nuestro Atleti, en algún partido europeo, ya podría ser en
Kiev. En cualquier rincón de Madrid el día más insospechado.
Pero no en el Páramo.